miércoles, 3 de marzo de 2010

Apariciones surrealistas: Las blasfemias del Dr. Simi

El sacristán de la iglesia de Santa Teresa había tirado de la cuerda seis veces; verlo tocar la campana era cosa seria: tomaba la cuerda como si fuese a trepar por una liana; por su corta estatura era como ver a un niño queriendo subir por la pierna de su madre. Una vez bien sujeto, habiendo enredado un poco parte de la soga a la muñeca derecha, tiraba de la campana con la fuerza de su propio peso. Él bien sabía que al hacer sonar fuerte la campana, podía alcanzar hasta los oídos más distraídos de los alrededores. Cumplida su encomienda, soltó de la cuerda que ya le estrangulaba la mano y gesticuló satisfecho. Los feligreses no tardaron en aparecer; se veían arribar niños acompañados de sus madres y sus abuelas, unos en brazos, otros amodorrados, un par de ellos llorando. Se trataba de una misa especial en honor de Santa Teresa, patrona de la colonia a quien se le celebraba su día.

La iglesia se había llenado minutos después, había gente ocupando los laterales de las bancas y los pasillos centrales; era audible un murmullo que ocupaba hasta las bóvedas traslúcidas del atrio central.

Una vez que calculó preciso intervenir, el Sacerdote se colocó la sotana y acompañado de dos acólitos, apareció por una puerta disimulada a un costado del icono de la virgen María. Con un aire meditabundo, el sacerdote avanzó cabizbajo hasta el púlpito con las manos entrelazadas por los dedos a la altura del vientre. Dio golpecitos en el micrófono y después de comprobar su funcionalidad, dijo serio: -De pie-. Al momento, todos los asistentes, salvo los imposibilitados o los desentendidos, se levantaron mirando al sacerdote; se vio a algunos hacer callar a sus niños, a otros sostener en las manos sus sombreros o sus cachuchas.

-En nombre de Dios, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…- dijo el sacerdote y el acólito hizo sonar su campanita. La misa transcurría con total cotidianidad. El sacerdote relataba pasajes bíblicos en los que Jacob con ayuda de Dios, había conseguido ganar una batalla. Los feligreses oían atentamente, o más bien, pretendían hacerlo; se sentaban, se paraban, se sentaban, se hincaban, se volvían a parar. Respondían de vez en cuando un “Amén”, otras un “Así sea”, otras veces cantaban canciones realmente dulces; en algún momento se golpeaban el pecho a la vez que decían “…por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”, cosa rara.

Déjeme le digo que en un momento preciso del ritual sagrado, algunas personas hacían una fila frente del sacerdote que había bajado del púlpito; ahí mismo él se encargaba de dar de comer unas obleas a la vez que los comensales agradecían diciendo “Amén”. Recién había pasado por su dotación una señora de edad avanzada cuando se escucharon murmullos que venían de la parte de atrás de la iglesia, de la puerta principal; algunos voltearon y a juzgar por la expresión de su rostro, parecían estar desconcertados, otros más parecían más bien estar indignados. El cuchicheo avanzó hasta el frente, inundando de sorpresa a todo el recinto sagrado. Se dice que el Dr. Simi había estado metido en uno de los confesionarios del fondo de la iglesia, al parecer contando sus faltas a un sacerdote auxiliar en la confesión. Una vez que tocó turno a las obleas, el Dr. Simi había salido del confesionario para ir a formarse en busca de su respectiva dotación. Podía vérsele desde cualquier ángulo de la iglesia, su enorme cabeza calva sobresalía exageradamente por encima de la de los demás; su rostro dejaba ver una sonrisa paralizada, más bien parecía una mueca de sonrisa congelada; su bigote cano daba la impresión de que al Dr. Simi se le aferraba un gato persa debajo de su nariz, cosa insólita; miraba con ojos de llenos de viveza muerta, un rostro fríamente amable. Avanzaba lento hasta el sacerdote, sus pies eran francamente ridículos, el tamaño de sus zapatos era cinco veces mayor del tamaño promedio. Al llegar con el sacerdote, se inclinó un poco para recibir el “cuerpo de Cristo” -o eso pareció escuchar-. Sin masticar y después de decir irresponsablemente: “deberían ponerle doble oblea con cajetita en medio”; dio media vuelta y caminó hacia su lugar. El Dr. Simi podía ver los ojos de los demás asistentes, había en ellos ira, había repudio, había extrañeza, ante lo cual él mismo se encargó de explicarse para sus adentros: “racistas”; en los ojos de los niños podía verse infinita sorpresa y admiración.

El Dr. Simi caminó hasta el fondo de la iglesia, decidió recargarse de la pila bautismal, se inclinó para beber en abundancia, metió las manos como las mete cualquiera en cualquier lavabo y se humedeció la nuca y el cuello. Inexplicablemente su cabeza acolchada absorbió el agua dejando tras de sí una huella de innegable humedecimiento. El Dr. Simi dio la paz del señor, exagerando tal vez un poco cuando al dar el saludo de paz a una vecina de incuestionable atractivo, al Dr. Simi le pareció apropiado además atizarle un abrazo pachón y un beso. Una vez cumplidos los protocolos religiosos y finalizada la misa, Dr. Simi se acercó al atrio central, arrojó unas monedas a la pila bautismal que ahí se encontraba –al parecer había pedido un deseo, no podríamos afirmarlo del todo por la inexpresividad de su rostro-; caminó hacia el sacerdote, lo abrazó y le felicitó por lo de “el vino es la sangre de Cristo” -cosa que le pareció estupenda-, entonces salió de la iglesia emitiendo un silbidito de tono incomprensible. El Dr. Simi volvió a su farmacia, tal vez por el gusto de la reciente redención de sus culpas, ahí comenzó a bailar al ritmo de “I know you want me”, poniendo con ello en evidencia su elasticidad pélvica y su increíble sensualidad rítmica.

Seguidores